
El presidente autoritario de Bielorrusia, Aleksander Lukashenko, se aseguró un nuevo mandato en unas elecciones ampliamente criticadas por la comunidad internacional, en la que supuestamente obtuvo cerca del 87 por ciento de los votos.
Con más de tres décadas en el poder, Lukashenko ha consolidado un régimen que prioriza el control sobre la disidencia y la perpetuación de su autoridad. Esta reelección ha sido marcada por acusaciones de fraude, represión y un claro desprecio por las demandas democráticas de su pueblo, como viene sucediendo hace muchos años.
En los meses previos a las elecciones, el gobierno de Lukashenko intensificó su campaña de represión contra la oposición. Los líderes opositores fueron detenidos, los medios independientes fueron silenciados, y las protestas fueron brutalmente reprimidas. Las redes sociales y las plataformas de comunicación alternativas fueron bloqueadas o vigiladas estrechamente.
Los observadores internacionales, en su mayoría excluidos o limitados en su acceso, denunciaron irregularidades generalizadas: urnas selladas de manera sospechosa, votantes intimidados y resultados que no coincidían con los conteos paralelos realizados por organizaciones independientes.
A pesar de la represión, la oposición y la sociedad civil bielorrusa no se han quedado calladas. Sviatlana Tsikhanouskaya, la líder opositora en el exilio, calificó las elecciones como una "farsa" y llamó a la comunidad internacional a no reconocer los resultados. En las calles de Minsk y otras ciudades, pequeños grupos de manifestantes intentaron expresar su descontento, pero fueron rápidamente dispersados por las fuerzas de seguridad. Las imágenes de detenciones arbitrarias y violencia policial han vuelto a circular en las redes sociales, recordando las protestas masivas de 2020.
La comunidad internacional ha respondido con condenas y sanciones. La Unión Europea y Estados Unidos han calificado las elecciones como "ilegítimas" y han prometido nuevas medidas contra el régimen de Lukashenko.
Lukashenko cuenta con el respaldo incondicional de Rusia, su principal aliado. Moscú no solo proporciona apoyo económico y militar, sino que ve en Bielorrusia un peón estratégico frente a Occidente. En un contexto de tensiones crecientes en Europa del Este, la estabilidad del régimen bielorruso es crucial para los intereses del Kremlin. Este apoyo refuerza la posición de Lukashenko y dificulta cualquier intervención externa significativa.
La comunidad internacional, aunque crítica, ha mostrado una respuesta tibia frente a los abusos del régimen. Las sanciones económicas impuestas por la Unión Europea y Estados Unidos han tenido un impacto limitado, y los intentos de mediación han sido rechazados por Minsk. La falta de una estrategia unificada y contundente permite que el autoritarismo de Lukashenko se perpetúe sin consecuencias significativas.
Los únicos que ya han felicitado a Lukashenko son quienes, como él, integran el "club de los dictadores"; gobiernan hace décadas y también han sido reelectos hace poco con porcentajes altísimos ridículos: el presidente de Rusia, Vladimir Putín; de Kazajistán, Kasym-Jomart Tokayev; de Uzbekistán Shavkat Mirziyoev; de Tayikistán Emomali Rakhmon; y de Azerbaiyán Ilham Aliyev.